miércoles, 9 de noviembre de 2016

jueves, 3 de noviembre de 2016

Tanta caliente arena


Dios mostró a Moisés la tierra prometida (por la que el pueblo hebreo se atrevió a dejar la esclavitud a la que lo tenía sometido Faraón), y luego de andar cuarenta años en esa tarea, estuvo parado en la cúspide de una montaña, y de la voz del propio Dios, quien le mostraba entonces el lejano paraje que habían conquistado, luego de muchos prodigios, entendió que él no entraría a esa tierra.

Cuando pienso ahora en la frase “tierra que mana leche y miel”, me enfrento a la revelación de que esto no significaba algo así como “soplar y hacer botellas”.

Venezuela, por ejemplo, pudiéramos denominarla como una “tierra que mana petróleo de sus entrañas”, pero para que esa riqueza cierta con la que Dios nos bendijo pueda constituir un factor que realmente impulse, en bolivariano, “la mayor suma de felicidad posible”, hace falta sin ningún atisbo de dudas, organizar la ciudad, como observaron los antiguos griegos; necesitamos “Polis” –Política-, ungiéndonos con elevada probidad, a fin de que los manejos inmanentes a dicho valioso recurso pueda constituir para cualquier nativo de estos lares, lo que estimularía en las palabras de Moisés, atizando el entusiasmo de aquel rebaño, las ganas de arribar al escenario donde sería recompensada tanta caliente arena.

“34:1 Subió Moisés de los campos de Moab al monte Nebo, a la cumbre del Pisga, que está enfrente de Jericó; y le mostró Jehová toda la tierra de Galaad hasta Dan, 
34:2 todo Neftalí, y la tierra de Efraín y de Manasés, toda la tierra de Judá hasta el mar occidental; 
34:3 el Neguev, y la llanura, la vega de Jericó, ciudad de las palmeras, hasta Zoar. 
34:4 Y le dijo Jehová: Esta es la tierra de que juré a Abraham, a Isaac y a Jacob, diciendo: A tu descendencia la daré. Te he permitido verla con tus ojos, mas no pasarás allá”.

DiarioDecir


Entramos al mundo del diarismo digital con el primer ejemplar de DiarioDecir; le invitamos a leerlo día a día...

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domingo, 30 de octubre de 2016

Reyes aquí y ahora


Había una cuña de seguros, con Gilberto Correa, célebre animador de Venevisión, que decía esto: “Es mejor tener un seguro y no necesitarlo, que necesitarlo y no tenerlo”. Para lo que quiero transmitir al mundo, por vía de este texto, SEGURO es igual (=) a FE; así que haciendo equivalencia: Es mejor tener FE en Jesucristo y no necesitarla, que necesitarla y no tenerla.

Tengo la certeza, de que la fe en Jesucristo no es garantía de que a uno no le pase nada malo en este mundo, pero sí te traslada a un lugar santo, te hace parte del pueblo de Dios, e hijo de aquel, en la misma Gloria que su hijo unigénito, el Mesías de la cruz; y esto no es poca cosa; ser co-partícipe de la misma heredad de Jesucristo, aquí y ahora, determina nuestra paz en este mismo instante e igualmente para siempre.

Porque en este momento Jesucristo está en Gloria, siendo Rey de reyes y Señor de señores, en un trono eterno desde el cual juzga a vivos y muertos, con poder infinito.

Podemos preguntarnos de qué nos sirve abandonarnos a la fe en alguien que no garantiza nuestra integridad en este tránsito mundano del cual no podemos abstraernos, y la respuesta es esta: Ser pueblo de Dios, por causa de Jesucristo, de quien por fe heredamos Gloria, implica abordar un área de cobertura que nos da sentido de pertenencia respecto a quien nos preparó un paraíso al que debemos llegar configurados de manera específica. La fe nos ubica en dicha cobertura, pero nuestros conocimientos frente a ese espacio sagrado que está en nuestra forma de enfrentar el aquí y ahora –o lugar de reposo de Dios-, nos otorga diversos rangos, para que quien comienza en nosotros la obra de Salvación y Redención definitiva, como almas, o seres espirituales, y cada vez más alejados de las apetencias de la carne, pueda utilizarnos según la voluntad de su perfecto tiempo.

El mayor distintivo del pueblo de Dios –las personas de fe en Jesucristo-, no es la alegría estrictamente; pero sí es en general, un espíritu no atribulado, o mejor, en paz; es dicha manifestación consecuencia de la seguridad que tenemos en que Dios nos considera hijos de él; y que por concepto de esa relación, aun cuando podamos pagar “justos por pecadores” en cualquier eventualidad, y por tal, vivir aflicciones, nada que ocurra quedará jamás fuera de la Justicia divina, y a su debido tiempo, impactará esplendorosamente, para demostrar que su paternidad no es un débil asunto imaginado como placebo de consolación.


Pero si has entregado tu vida a Jesucristo para que interceda por ti, delante del Padre, y jamás te deslizas fuera de la fe que te hace igual al Mesías, obrando en mal, especialmente, tu lugar de reposo tiene un Poder inconmensurable en el que, ya apóstol ya discípulo, ya príncipe, ya profeta, u otro, lo que te queda es la seguridad de ir caminando al lado del Rey máximo, hacia la vida definitiva, abundante, sin aflicción alguna. 

miércoles, 26 de octubre de 2016

MELQUISEDEC

Ofrezco una noción acerca de lo que entiendo por “Sumo Sacerdote”.

Se requiere ante todo penetrar el entorno ideológico que propone un “pueblo de Dios”, y al mismo tiempo, diversidad de rebaños pastoreados al encuentro del reposo de Dios.

Aquí y ahora, Jesús de Nazaret reina por encima de “todo principado y potestad y potencia y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este mundo, sino también en el venidero”; al ser, después del tiempo de Melquisedec, Sumo sacerdote para todo tiempo humano posible. El pueblo de Dios reposa en el instante, en apostolado, y en calidad de discípulo, en Jesús, “Sumo Sacerdote, del mismo orden de Melquisedec”, para habitar la mansión dorada, la morada excelsa de la Gracia de Dios, que se pudiera traducir como: fe, paz y señorío, en Cristo, por él y en él.

 Melquisedec es, a diferencia de Aarón, Sumo Sacerdote de un orden de corte espiritual, y no carnal, afirmado en rituales con sacrificios donde la sangre de animales, rociada sobre los fieles, ejercía purificación de pecados. Alegoría que representó Jesús, escarnecido sin ficción, en el monte Sion de una cruz; juntando a sus pies toda condenación, a fin de arrebatarla “como ladrón en la noche”; purificando, salvando, redimiendo.

Melquisedec da marco, tutelado por Dios mismo, a la orden sacerdotal definitiva que hoy congrega al pueblo de Dios, aquí y ahora, para disfrute del reposo de quien permanece en la fe en Jesucristo, y para coadyuvar a la edificación de la estructura de conocimiento del devoto, por medio de la Palabra, otorgando sabiduría, y robusteciendo, al paso de tal empresa, la magnificencia del sacerdocio inmarcesible del habitante sin casa de cedro, sino bajo cortinas de sencillez, de humildad.

La tarea es reconocer en qué lugar estamos -al momento en que nos aborda el poderoso manto de protección que viene de lo alto, con Gloria y autoridad, para restituir al creyente lo que la avidez del devorador holló maléficamente-, para estar claros acerca de la actitud que nos corresponde administrar en ese lugar Santo: ¿Apóstoles, Discípulos? No son Adán y Eva, con una hoja de parra en sus respectivos núcleos genitales, el mejor ejemplo, de quienes pueden sentirse por comprensión de sus propios procesos, Sumos Sacerdotes, del mismo orden de Melquisedec, conduciendo al rebaño, ya libre de extravío, a la Libertad crística, destacada, con su particular idiosincrasia, a posiciones de Honra y Reposo, en la Sagrada arena de la fe; imprescindible carnet de permanencia, que además delinea caminos, exhorta, fortalece…

Nunca jamás habrá, fuera de Jesús resucitado, y quienes con él recogemos la mies, como Sumo Sacerdote, ningún Rector, ningún delta, ningún sustituto de autoridad alguna anclada en Cristo Jesús –sea Papa, Pastor, Cura, Monja, u otros-, a quien se le permita usurpar –o pretender hacerlo-, el liderazgo del humilde carpintero de Belén, como última Palabra, como tapa del frasco capaz de devolvernos, en el instante, el merecido Reposo, el descanso a la ardua jornada de ascensión discipular, a la que fuimos llamados, y dimos, oyendo, pero sin ver, nuestro rotundo sí.




lunes, 19 de septiembre de 2016

El discurso del método Stanislavski


Nunca habíamos tratado en un escrito el asunto de los métodos actorales, hasta hoy que amanezco pensando en Descartes; y quiero permitirme esta actitud diríamos “personalista”, para honrar el espíritu dominante en mi espontáneo fluir vital a una hora en que sólo el silencio absoluto, y el teclear que ejecuto intentando sigilo, parecen estar despiertos a las tres y treinta y seis de la mañana, de acuerdo a lo señalado por las breves letras blancas sobre una franja negra, hacia la esquina inferior derecha de una computadora prestada, visto desde la subjetiva plataforma en la que me sostengo, descalzo y sin camisa.

Dormí bien, pero no muchas horas, y la nueva vigilia, me interrumpió la recomposición de unos anteojos, o reloj oníricos, cuyos accesorios –tornillitos, acoples, y otros-, eran demasiado abundantes para un solo aparataje según sea el sugerido; pero asocié casi de inmediato, ya sentado al borde de la acolchada extensión donde dormí, aquel acopio de piezas, desperdigadas a no mucha distancia de mí, en el piso, con un libro que leí hace unos cuantos años, sin llegar a entender en un contexto amplio, la exactitud de su propuesta; y es precisamente “El discurso del método”, de René Descartes, célebre filósofo europeo, racionalista, del que en Wikipedia, Rincón del vago, u otros, se puede conseguir mayor documentación.

Porque para el pertinaz intelectual del “cogito ergo sum” o “pienso luego existo”, la necesidad de encontrarle una forma seria, objetiva, funcional al problema filosófico, debía comenzar por despojarse de prejuicios de cara a la complejidad observada, bajo la convicción de que sólo así habría un soporte estable para acercarse o llegar definitivamente a conclusiones respetables.

Pero el eslabón mental mío, que recorrió tanto pasado para llegar al Siglo XVII, y encontrarme con Cartesius, es un extracto puntilloso, certero, que me quedó de aquellos tiempos en que comenzó a interesarme aquel sustantivo que definía desde determinadas perspectivas la actividad de personas como Juan Nuño, Liscano, Sartre, u otros asiduos columnistas, o reseñados en las páginas del Diario El Nacional, a las que me acostumbré a revisar desde temprana edad (Filosofía), y que habla de los ejercicios preliminares que de acuerdo a la metáfora cartesiana, deben emplearse como método elemental a la hora de construir un edificio; con mayor relevancia, reunir los materiales pertinentes.

La filosofía suele mencionarse, conceptualizada, como “amor al conocimiento”; y lo racionalista en Descartes, y creo que en cualquier persona, tiene una afinidad directa con el hecho de vivir de certezas, para lo cual es necesario dudar de todo, hasta que las premisas circundantes aporten el marco correspondiente, al esclarecimiento que nos hallamos propuesto contemplar. Es una metodología escéptica, emparentada también con aquella “mayéutica” de Platón, que supongo constituirá al mismo tiempo cierto formulario de códigos imprescindibles en la actividad periodística, y los entornos detectivescos, como los que abundan en la televisión norteamericana, donde los jóvenes investigadores llegan a conclusiones acerca de asuntos gravísimos, con la misma celeridad con la que una imprenta estampa cinco mil veces un logotipo en un formato tamaño carta.

Hablamos de pasos coherentes para pisar firme en cualquier empresa que nos propongamos, como en el caso del actor responsable, quien requiere para obtener las metas de ocasión, sistemizar todo cuanto esté relacionado con los personajes o proyectos teatrales, cinematográficos, etcétera, frente a sí, de forma que alcance niveles lo más lejos posible de la mediocridad.

Acaso la semántica del comprimido “método”, realizó el traslado correspondiente, de la madeja onírica, empatucada con filosofía, espíritu confesional matutino, u otros, con el sonoro nombre del ruso (Konstantín) Stanislavski, que aquí me tiene, intentando llevar el discurso por los derroteros que me propuse al sentarme a escribir, y juntando sin premeditación, el cargamento de ladrillos, cemento, vigas, y todo lo requerido, para lo que creo es en definitiva el edificio crítico que quiero estructurar, en contra de cualquier manual de actuación que se intente localizar en las adyacencias de lo que considero, sin ser un exégeta profundo de aspectos actorales, lo único real, como método, que pueda serle útil por ejemplo a Marisa Román, Tania Sarabia o Morgan Freeman, al momento de adelantar la puesta en escena de cualquier caracterización histriónica que tengan por delante: el método Stanislavski, y aquello acartonado, lato, que se supone anterior y contra lo que la vanguardia stalinslavskiana habría insurgido.

Se desgranan al menos once métodos de actuación como alternativas a los principales referidos por mí en el párrafo anterior (Grotowski, Artaud, Chekhov, Strasber, Meisner, Adler…), y a decir verdad, no los he estudiado con afán erudito; contrario a lo que sugiere la línea cartesiana, estoy levantando este edificio sobre un fundamento, que me temo pueda ser convertido en escombros hasta por un leve coletazo de huracán, no obstante, creo que no deja de ser válido dejarme llevar por esta especie de instinto analítico, del que me fío por haber visto a lo largo de mi vida no pocas películas, algunas obras de teatro y muchas series y documentales televisados, aparte de quizás diez o quince libros que abordan los desvelos de Chaplin, los hermanos Lumiere, y María Conchita Alonso, entre otr@s).

Si se me dice que la vanguardia, con Artaud, se interna en el mundo chamánico, mágico, ritualista, espiritualista, de las culturas nativas de Bali, por ejemplo, en Indonesia, para “imitar” de acuerdo a una metodología para dirigir actores, dicha cultura, aun en un plano trascendente de inspiración, hasta sagrada, no puedo dejar de pensar en un resultado que no vaya únicamente de la mano del hacer documentalista; en torno a los aportes de carácter psicológico, por ejemplo, de “hijos” de Stanislavski, desde el punto de vista profesional, a la manera de Chekhov, u otros, me inclino obligatoriamente hacia la idea de lo que alguien llamó en un contexto distinto “variaciones sobre el mismo tema”; es decir, la configuración metodológica de Konstantine, se opuso exitosamente y con una implementación práctica determinante, al stablishment arcaico de Charlton Heston, Kirk Douglas, o Burt Lancaster, en sus pininos estelares con puestas en escenas al estilo de “Los diez mandamientos”, para no irme más atrás, a épocas en escala de grises donde mi memoria debe hacer un esfuerzo mayor.
Stanislavski dota a las historias del fabuloso mundo de la narración visual imaginada, a la ficción de las tablas, del cine, o la TV, e incluso a la informalidad actoral de calle, de un soporte metodológico que sirve especialmente al espectador, para realmente recibir un discurso visual que pueda traducir como el producto de una formalidad coherente, lógica, y que se amolde sin espacio para desconciertos, a lo que la sensatez espera, según los linderos en los que lo racional, gusta engancharse; así es sobre todo desde aquí donde yo lo miro.
Todo, claro, me suena, reconozco, a mirada inquisitorial, a encajonamiento, atadura, pero afortunadamente no se trata sino de una observación particular, literaria, intangible, que aparta descarnadamente una serie de planteamientos y enfoques ideográficos referidos a algo, de otros que ofrecen a mi parecer una consistencia mayor.
La acción, y todo lo que le es propio, el entorno a cualquier nivel como piezas para el logro de realismo, de credibilidad, o no, sirviendo al ordenamiento de quien dirige, desvinculado de la dimensión documentalista, u otro, es Stanislavski; y está también su contraparte: el primer Superman, tan rígido como la tipografía que lo anuncia en el emblemático cartel.




domingo, 7 de agosto de 2016

Saludo del caballero incorpóreo




Creo en primera instancia que no necesito seguir hundiéndome en las sombras de este caserón solo, según me han estado informando sus espacios desde que me bajé del auto, pero aun así me acercaré a otra de las puertas del pasillo, la última que me queda por abrir; lo que espero sea una especie de rito especular, dominado por la constatación de que no queda, como en las habitaciones anteriores –las otras tres, más el baño-, nada aquí de la presencia de la familia Arviñonga; aquellos parientes lejanos de este servidor, Cleto, quien solía venir a recolectar imágenes amables en un lugar a una ventana abierta de la playa, como la que ganó el premio “Escala de grises” hará unos dos años.

Dormía yo en aquel cuarto discreto en objetos, y apenas a una hora quizás de anochecer, vi a la niña correr alegre por sobre la arena, y detenerse con su delgadez y su lánguida forma de esperar el tiempo, casi exactamente frente a la ventana. La recuerdo descalza y con una bata suave, algo mojada en los bordes que se adherían a las rodillas. Me sentía cansado, pero me sobrepuse para bajar del compartimiento alto del closet, aquel regio maletín de cuero donde guardaba la Minolta con su juego de lentes y otros accesorios.

Lagreia, sin saber que yo apuraba movimientos para no dejar escapar el encuadre que a unos cincuenta metros de ella me ofrecían la serenidad del mar, y su pausada figura removiendo con los pies sectores de arena húmeda; se quitaba a ratos hebras de cabello que la brisa empujaba a la fina piel de su rostro, mientras se concentraba en la mezcla de texturas y colores de atardecer, de nubes y luminosidades moribundas diciéndonos a ambos al menos, que aquella cortina de horizonte constituía quizás el último gesto de la tarde; la amable sonrisa de cielo, en honor a ella, sin dudas.

El maletín había arrastrado al suelo mi sombrero, y no lo quité de ahí por la urgencia de captar el instante.

El obturador, minutos después, quedaría dispuesto, tras leves ajustes de foco y otros detalles, para dejar grabada la imagen en la película; pero inesperadamente, los doce años, de la pequeña desbarataron la escena al emprender la huida, de nuevo en carrera, y entonces su vigor, toda la alegría y plenitud que iba marcando delicadas huellas tras el escape, pareció estimular el ímpetu de la naturaleza y una brisa ruidosa y violenta estremeció las palmeras, también las aguas, e irrumpió en el cuarto tumbando el florero delgado de cristal que la criada colocaba con una flor nueva casi cada mañana.

Pareció rebotar en las paredes del fondo, aún en su silbido, furioso, e hizo cobrar impulso al sombrero de alas cortas. Se elevó primero en un arrebatón brusco que chocó con el copete del espaldar; ahí, en la tabla sin gracia pero de una pulcritud sacra, hasta cierto punto -como casi toda la sencillez del recinto, incluidas las cortinas que ahora batían aleatoriamente-, se sostuvo unos segundos por la misma fuerza del viento, y seguidamente, al cambiar éste de curso, y embestirle por un flanco sin obstáculos, se levantó de nuevo a la altura de mi cara, donde por instantes creí poderlo agarrar, hasta notar que el cuidado que debía ofrecer al aparataje fotográfico que colgaba de mi cuello, me impediría hacer las maniobras requeridas para ello; no obstante dí un par de pasos atrás, asegurando la cámara con la mano izquierda e intenté estirar el brazo derecho, abriendo y cerrando la mano sucesivamente, casi perdiendo el equilibrio por la incómoda posición, en una tarea inútil por atenazar la fábrica de sombras, la nave de incertidumbre a expensas del azar.

Lagreia no podía haberlo planeado, ni aún más, ejecutado, pero todo el evento ofrecía razones para maquinar en torno a la única hembra de la familia, y la extraña interrogante acerca de alguna magia prendida de su travieso, y sobre todo imprevisto correteo a esa hora ya velada por transparentes y negruzcos trazos que acentuaban los contornos de casi toda figura a la vista: los pliegues de las olas, de las nubes; la madeja espesa de los matorrales a uno y otro lado; las ranuras de los tablones en el pequeño muelle; las cabuyas atadas a un mástil del vaivén lento con el que retozaba cierto descolorido bote; los surcos irregulares, formándose desde la arena imbricada con los restos de agua y espuma diluyéndose en la orilla; los cerros; las palmeras.

La ventana abierta y el sombrero en un punto alto del aire de la habitación, la inusitada brisa, las huellas de la niña, y la secuela desvaída de su cuerpo ya ausente, soplando misterios a la inquietud de mi afán por tener dominio del accesorio; y yo, vacilante y atrapado por la molesta desazón de haber perdido el encuadre por el que se originó todo; percibieron al mismo tiempo, acaso intuitivamente, por razones de oficio, que no podía perder de vista aún, el albur de que en medio de aquel desbarajuste, tuviese la necesidad de poner en guardia, en mis ojos, el diminuto pasadizo vítreo, rectangular, a través del cual lo que definiría luego algún crítico como “destreza óptica para imprevistas genialidades”, pudiese desembocar en los designios del arte depurado, concebido en el fogueo de la práctica, aunada sin dudas al talento que le otorgó la providencia a mis inclinaciones por la poesía escenográfica, los chispazos de luz desperdigados hasta en un espacio abierto a la intemperie, una panorámica penumbrosa, con oleajes murientes sobre la playa; reflejos escarchados en movimiento, en la piel de aquella planicie; espejismos escasos barriendo la arenosa extensión.

Y enmarcada en el movimiento de las cortinas sin concierto, la unicidad de mar y cielo, con un saludo del pájaro negro de alas cortas, ya sacudido y expelido al exterior, para ubicarse en todo el centro del encuadre, como si un caballero incorpóreo acabara de saludar a la vida que dejó la hilera de huellas de un lado a otro de la fotografía, y se quedara extático, protegido ante un desaire involuntario, por la compacta soledad acorralándolo.

Ahí tuve la virtud de recobrar la postura firme que por momentos trastabilló, y adelantar el enfoque rápidamente, calculando el punto donde el sombrero, en su viaje desde la planta alta donde estábamos hasta donde se eternizó para el “click”, por el ultraje azaroso del viento, ofrecería esa dimensión artística que describí letras atrás, y que me devolvió en el recuerdo, ahora que abría, sigiloso, las sombras polvorientas de aquel claustro donde mi sombra al entrar se alargaba, debido a una débil luz que despedía la lámpara de kerosene que dejé sobre un muro de la sala, y redescubría los fantasmas de la invitación a volver.

El mar seguía ahí, borroso, polvoriento, con la fragilidad de dos cortinas desfalleciendo a cada lado; también la soledad. Entré y me paré frente a un cuadro de los cristales y traté en un acercamiento pertinaz de sentir el pasado; oler el mar, su piel salada de arena, oír la risa de la vida en la oscuridad, recuperar las huellas del color, trazar el ocre y el añil, la luminosidad.

Abrí las ventanas y las cortinas asumieron la inusitada inflamación de un moribundo que se revitaliza; sonó más fuerte el mar, pero no hubo milagro de viento y regresión. Me paré entonces en medio del marco de la ventana, desafiante frente al horizonte para no sentir la debilidad de la ausencia; con determinación me quité el sombrero; lo sujete un instante en mis dos manos como en un ritual de despedida y lo eché a volar alto, lejos de mí.

Ese escondrijo apartado de la ciudad me envolvía de oscuridades; abandoné la habitación y mi mente reclamaba la obligatoriedad de no retorno. Mis pasos no sonaban fuerte sobre el pasillo, sino que parecían amoldarse a la porosidad de una cerámica acolchada, acaso por cierta capa polvorienta que se adivinaba amortiguando algún pesar apelmazado en mi figura sin brillo. Casi en la puerta de salida resonó apagado en mis oídos el ruido del obturador de mi vieja Minolta, y un remolino de viento pareció retumbar fuera de la casa, detrás de mí; y desde un mar que de pronto adquiría un espíritu juguetón, al enturbiarse en mil olas vibrando bajo la llovizna, el sonido de una lejana risa me devolvió al rostro de un tiempo alegre y libre, y extasiado de gozo.

Hice un ademán, diría que involuntario, como si quisiera volverme, pero mantuve en general la determinación de salir, y muy pronto estuve ya de nuevo sobre la carretera solitaria, con las dos manos firmes sobre el volante, y sumergiendo mis pensamientos en la cotidianidad de negocios que me esperaba en otra parte y en otro tiempo.

Todos, yo y las cosas, en aquel viaje, a medida que íbamos siendo atrapados por la vorágine de la carretera y su monotonía, nos hicimos inevitablemente oscuridad.

Pablo J. Fierro C.

domingo, 1 de mayo de 2016

HIPOCRESÍA DISFUNCIONAL


Uno de los más temibles enemigos del ser he podido entender, es la hipocresía, igual para quienes la ejercen como para quienes sufren el tortazo en la cara. El hipócrita transfigura su rostro intestinal, sepulcral, en un meloso patuque de merengue con frutas confitadas y su respectiva guinda entre otros aditivos reposteros, sin que emerja del fondo el vaho putrefacto de la cara natural, el semblante original que se antoja inconveniente y por ello gestualiza escondido -arcaica osamenta pero aún sin la ferocidad de un tufo manifiesto frente a la estela farisaica heredada sin rubor para mentir sonrisas-. No deja de sospecharse con dolor, que en algún festín aledaño gusanos y ratones ávidos del mejor queso Gruyere, están a punto de sucumbir envenenados en ese pozo turbio, melcochoso, mohoso, medio cubierto en una esquina por una envoltura donde se exponía una fecha de vencimiento ya varios años alejada en el tiempo.

Las razones del hipócrita son incognoscibles fuera del uso que hace él de dicha condición como armamento poderoso, porque en la referida discreción, radica la infalibilidad de la ponzoña.

La fuerza de la mentira ontológica en acción, obviando la sutil energía que se filtra al ámbito que imita su realidad antitética, carcomiendo el desconcierto de la presa, deja muy pocos abrevaderos para la evasión, si no existe en aquella, un entrenamiento efectivo que funcione como antídoto.

Al momento en que el hipócrita revela al mundo su condición, deshonra la membresía al cófrade contubernio de afines inclinaciones, porque la abierta confesión desmonta todo lo falso que se constituyó para categorizar, según el constructo nominal “hipócrita”, y al mismo tiempo lo traslada convicto y confeso a quien pueda interesar, hasta el reverso de la dialéctica lunar de contrastante bifrontalidad.

Es la clepsidra revelándose entre aleteos de liberación, como inusitado colorido que irrumpe en la sagrada sabana del verbo y concepto “sinceridad”. Atrás queda la perversión suicida del agente satánico, con su botín encajado por el gancho pirata, rumiando posibilidades truncas de Gloria, avalada por la credencial de “hipócrita”.

Resulta, como reza aquella coyuntural sentencia que transmitió neil armstrong desde una de las más grandes aventuras espaciales del hombre, al imprimir la primera huella selenita de procedencia humana “un pequeño paso para el hipócrita pero un gran paso para la sinceridad” , parafraseo mediante.


Todo deviene en paradoja, como cuando un arqueólogo se interna acucioso a explorar la profundidad de una antigua y hermosa tumba, provisto de la pertinente máscara de protección naso-bucal, y contrario a lo que espera en cúmulos nauseabundos de cadáveres, lo recibe un ambiente de burrona estridente, con luces, bolas de discoteca, gente bien disfrutando los melódicos compaces de Mecano y Ana Torroja en sus mejores tiempos, evidenciando subterráneosel maravilloso relajo de su cementerio particular.

Hipócrita que se respete no anda bonito afuera y adentro, es una insoportable disfuncionalidad. Aquello de "y los muertos aquí la pasamos muy bien entre flores de colores", no registra la coadyuvante compatibilidad para configurar ingenuas estrategias que satisfagan sus coyunturales anhelos de redención.
 
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