domingo, 1 de mayo de 2016

HIPOCRESÍA DISFUNCIONAL


Uno de los más temibles enemigos del ser he podido entender, es la hipocresía, igual para quienes la ejercen como para quienes sufren el tortazo en la cara. El hipócrita transfigura su rostro intestinal, sepulcral, en un meloso patuque de merengue con frutas confitadas y su respectiva guinda entre otros aditivos reposteros, sin que emerja del fondo el vaho putrefacto de la cara natural, el semblante original que se antoja inconveniente y por ello gestualiza escondido -arcaica osamenta pero aún sin la ferocidad de un tufo manifiesto frente a la estela farisaica heredada sin rubor para mentir sonrisas-. No deja de sospecharse con dolor, que en algún festín aledaño gusanos y ratones ávidos del mejor queso Gruyere, están a punto de sucumbir envenenados en ese pozo turbio, melcochoso, mohoso, medio cubierto en una esquina por una envoltura donde se exponía una fecha de vencimiento ya varios años alejada en el tiempo.

Las razones del hipócrita son incognoscibles fuera del uso que hace él de dicha condición como armamento poderoso, porque en la referida discreción, radica la infalibilidad de la ponzoña.

La fuerza de la mentira ontológica en acción, obviando la sutil energía que se filtra al ámbito que imita su realidad antitética, carcomiendo el desconcierto de la presa, deja muy pocos abrevaderos para la evasión, si no existe en aquella, un entrenamiento efectivo que funcione como antídoto.

Al momento en que el hipócrita revela al mundo su condición, deshonra la membresía al cófrade contubernio de afines inclinaciones, porque la abierta confesión desmonta todo lo falso que se constituyó para categorizar, según el constructo nominal “hipócrita”, y al mismo tiempo lo traslada convicto y confeso a quien pueda interesar, hasta el reverso de la dialéctica lunar de contrastante bifrontalidad.

Es la clepsidra revelándose entre aleteos de liberación, como inusitado colorido que irrumpe en la sagrada sabana del verbo y concepto “sinceridad”. Atrás queda la perversión suicida del agente satánico, con su botín encajado por el gancho pirata, rumiando posibilidades truncas de Gloria, avalada por la credencial de “hipócrita”.

Resulta, como reza aquella coyuntural sentencia que transmitió neil armstrong desde una de las más grandes aventuras espaciales del hombre, al imprimir la primera huella selenita de procedencia humana “un pequeño paso para el hipócrita pero un gran paso para la sinceridad” , parafraseo mediante.


Todo deviene en paradoja, como cuando un arqueólogo se interna acucioso a explorar la profundidad de una antigua y hermosa tumba, provisto de la pertinente máscara de protección naso-bucal, y contrario a lo que espera en cúmulos nauseabundos de cadáveres, lo recibe un ambiente de burrona estridente, con luces, bolas de discoteca, gente bien disfrutando los melódicos compaces de Mecano y Ana Torroja en sus mejores tiempos, evidenciando subterráneosel maravilloso relajo de su cementerio particular.

Hipócrita que se respete no anda bonito afuera y adentro, es una insoportable disfuncionalidad. Aquello de "y los muertos aquí la pasamos muy bien entre flores de colores", no registra la coadyuvante compatibilidad para configurar ingenuas estrategias que satisfagan sus coyunturales anhelos de redención.
 
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