domingo, 7 de agosto de 2016

Saludo del caballero incorpóreo




Creo en primera instancia que no necesito seguir hundiéndome en las sombras de este caserón solo, según me han estado informando sus espacios desde que me bajé del auto, pero aun así me acercaré a otra de las puertas del pasillo, la última que me queda por abrir; lo que espero sea una especie de rito especular, dominado por la constatación de que no queda, como en las habitaciones anteriores –las otras tres, más el baño-, nada aquí de la presencia de la familia Arviñonga; aquellos parientes lejanos de este servidor, Cleto, quien solía venir a recolectar imágenes amables en un lugar a una ventana abierta de la playa, como la que ganó el premio “Escala de grises” hará unos dos años.

Dormía yo en aquel cuarto discreto en objetos, y apenas a una hora quizás de anochecer, vi a la niña correr alegre por sobre la arena, y detenerse con su delgadez y su lánguida forma de esperar el tiempo, casi exactamente frente a la ventana. La recuerdo descalza y con una bata suave, algo mojada en los bordes que se adherían a las rodillas. Me sentía cansado, pero me sobrepuse para bajar del compartimiento alto del closet, aquel regio maletín de cuero donde guardaba la Minolta con su juego de lentes y otros accesorios.

Lagreia, sin saber que yo apuraba movimientos para no dejar escapar el encuadre que a unos cincuenta metros de ella me ofrecían la serenidad del mar, y su pausada figura removiendo con los pies sectores de arena húmeda; se quitaba a ratos hebras de cabello que la brisa empujaba a la fina piel de su rostro, mientras se concentraba en la mezcla de texturas y colores de atardecer, de nubes y luminosidades moribundas diciéndonos a ambos al menos, que aquella cortina de horizonte constituía quizás el último gesto de la tarde; la amable sonrisa de cielo, en honor a ella, sin dudas.

El maletín había arrastrado al suelo mi sombrero, y no lo quité de ahí por la urgencia de captar el instante.

El obturador, minutos después, quedaría dispuesto, tras leves ajustes de foco y otros detalles, para dejar grabada la imagen en la película; pero inesperadamente, los doce años, de la pequeña desbarataron la escena al emprender la huida, de nuevo en carrera, y entonces su vigor, toda la alegría y plenitud que iba marcando delicadas huellas tras el escape, pareció estimular el ímpetu de la naturaleza y una brisa ruidosa y violenta estremeció las palmeras, también las aguas, e irrumpió en el cuarto tumbando el florero delgado de cristal que la criada colocaba con una flor nueva casi cada mañana.

Pareció rebotar en las paredes del fondo, aún en su silbido, furioso, e hizo cobrar impulso al sombrero de alas cortas. Se elevó primero en un arrebatón brusco que chocó con el copete del espaldar; ahí, en la tabla sin gracia pero de una pulcritud sacra, hasta cierto punto -como casi toda la sencillez del recinto, incluidas las cortinas que ahora batían aleatoriamente-, se sostuvo unos segundos por la misma fuerza del viento, y seguidamente, al cambiar éste de curso, y embestirle por un flanco sin obstáculos, se levantó de nuevo a la altura de mi cara, donde por instantes creí poderlo agarrar, hasta notar que el cuidado que debía ofrecer al aparataje fotográfico que colgaba de mi cuello, me impediría hacer las maniobras requeridas para ello; no obstante dí un par de pasos atrás, asegurando la cámara con la mano izquierda e intenté estirar el brazo derecho, abriendo y cerrando la mano sucesivamente, casi perdiendo el equilibrio por la incómoda posición, en una tarea inútil por atenazar la fábrica de sombras, la nave de incertidumbre a expensas del azar.

Lagreia no podía haberlo planeado, ni aún más, ejecutado, pero todo el evento ofrecía razones para maquinar en torno a la única hembra de la familia, y la extraña interrogante acerca de alguna magia prendida de su travieso, y sobre todo imprevisto correteo a esa hora ya velada por transparentes y negruzcos trazos que acentuaban los contornos de casi toda figura a la vista: los pliegues de las olas, de las nubes; la madeja espesa de los matorrales a uno y otro lado; las ranuras de los tablones en el pequeño muelle; las cabuyas atadas a un mástil del vaivén lento con el que retozaba cierto descolorido bote; los surcos irregulares, formándose desde la arena imbricada con los restos de agua y espuma diluyéndose en la orilla; los cerros; las palmeras.

La ventana abierta y el sombrero en un punto alto del aire de la habitación, la inusitada brisa, las huellas de la niña, y la secuela desvaída de su cuerpo ya ausente, soplando misterios a la inquietud de mi afán por tener dominio del accesorio; y yo, vacilante y atrapado por la molesta desazón de haber perdido el encuadre por el que se originó todo; percibieron al mismo tiempo, acaso intuitivamente, por razones de oficio, que no podía perder de vista aún, el albur de que en medio de aquel desbarajuste, tuviese la necesidad de poner en guardia, en mis ojos, el diminuto pasadizo vítreo, rectangular, a través del cual lo que definiría luego algún crítico como “destreza óptica para imprevistas genialidades”, pudiese desembocar en los designios del arte depurado, concebido en el fogueo de la práctica, aunada sin dudas al talento que le otorgó la providencia a mis inclinaciones por la poesía escenográfica, los chispazos de luz desperdigados hasta en un espacio abierto a la intemperie, una panorámica penumbrosa, con oleajes murientes sobre la playa; reflejos escarchados en movimiento, en la piel de aquella planicie; espejismos escasos barriendo la arenosa extensión.

Y enmarcada en el movimiento de las cortinas sin concierto, la unicidad de mar y cielo, con un saludo del pájaro negro de alas cortas, ya sacudido y expelido al exterior, para ubicarse en todo el centro del encuadre, como si un caballero incorpóreo acabara de saludar a la vida que dejó la hilera de huellas de un lado a otro de la fotografía, y se quedara extático, protegido ante un desaire involuntario, por la compacta soledad acorralándolo.

Ahí tuve la virtud de recobrar la postura firme que por momentos trastabilló, y adelantar el enfoque rápidamente, calculando el punto donde el sombrero, en su viaje desde la planta alta donde estábamos hasta donde se eternizó para el “click”, por el ultraje azaroso del viento, ofrecería esa dimensión artística que describí letras atrás, y que me devolvió en el recuerdo, ahora que abría, sigiloso, las sombras polvorientas de aquel claustro donde mi sombra al entrar se alargaba, debido a una débil luz que despedía la lámpara de kerosene que dejé sobre un muro de la sala, y redescubría los fantasmas de la invitación a volver.

El mar seguía ahí, borroso, polvoriento, con la fragilidad de dos cortinas desfalleciendo a cada lado; también la soledad. Entré y me paré frente a un cuadro de los cristales y traté en un acercamiento pertinaz de sentir el pasado; oler el mar, su piel salada de arena, oír la risa de la vida en la oscuridad, recuperar las huellas del color, trazar el ocre y el añil, la luminosidad.

Abrí las ventanas y las cortinas asumieron la inusitada inflamación de un moribundo que se revitaliza; sonó más fuerte el mar, pero no hubo milagro de viento y regresión. Me paré entonces en medio del marco de la ventana, desafiante frente al horizonte para no sentir la debilidad de la ausencia; con determinación me quité el sombrero; lo sujete un instante en mis dos manos como en un ritual de despedida y lo eché a volar alto, lejos de mí.

Ese escondrijo apartado de la ciudad me envolvía de oscuridades; abandoné la habitación y mi mente reclamaba la obligatoriedad de no retorno. Mis pasos no sonaban fuerte sobre el pasillo, sino que parecían amoldarse a la porosidad de una cerámica acolchada, acaso por cierta capa polvorienta que se adivinaba amortiguando algún pesar apelmazado en mi figura sin brillo. Casi en la puerta de salida resonó apagado en mis oídos el ruido del obturador de mi vieja Minolta, y un remolino de viento pareció retumbar fuera de la casa, detrás de mí; y desde un mar que de pronto adquiría un espíritu juguetón, al enturbiarse en mil olas vibrando bajo la llovizna, el sonido de una lejana risa me devolvió al rostro de un tiempo alegre y libre, y extasiado de gozo.

Hice un ademán, diría que involuntario, como si quisiera volverme, pero mantuve en general la determinación de salir, y muy pronto estuve ya de nuevo sobre la carretera solitaria, con las dos manos firmes sobre el volante, y sumergiendo mis pensamientos en la cotidianidad de negocios que me esperaba en otra parte y en otro tiempo.

Todos, yo y las cosas, en aquel viaje, a medida que íbamos siendo atrapados por la vorágine de la carretera y su monotonía, nos hicimos inevitablemente oscuridad.

Pablo J. Fierro C.
 
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