viernes, 10 de marzo de 2017

CREEPING


No fue a eso a la plaza; caminar hacia los bancos cercanos a Bolívar y recibir, apenas entrando, la sonrisa de aquella bonita chica: Yenisex.

A preguntarse si sería prostituta o alguna vendedora de café apartada unos instantes de su puesto, y que dejó a otra persona encargada del negocio para el posible “brake”, el referido relax.

Algunas personas de las tantas que transitan diariamente por el boulevard, recorren largos trechos y entonces se sientan unos minutos para finalmente alcanzar la parada donde tomarán el transporte que las lleve de vuelta a donde viven o a cualquier parte que quieran ir.

No fue a darse cuenta de lo poco común de aquel gesto dirigido a él, aun cuando estaba recién bañado y con ropa limpia; y había recorrido fresco la distancia de unas quince cuadras desde el lugar en el que decidió darle un paseo al aburrimiento.

Una inquieta brisa le había acompañado, haciéndole sentir que el pelo se le movía con suavidad; ya no con la aspereza de meses atrás, cuando no había tomado la decisión de cambiar de ambiente; alguna propiedad del mar cercano, de la proximidad de horizontes azules, surcados por pelícanos; con botes de pesca y oleajes recurrentes, típicos del juego con resacas, arena y reflejos fugaces, bajo la acción de los burbujeantes torbellinos que se extienden, se contorsionan y abalanzan como objeto de las miradas circundantes, o en la propia soledad del hábitat que les es propio, de sol a sol.

No fue a devolverle la sonrisa y a seguir al banco de al lado para sentarse a verle el perfil, y hacerse preguntas como por ejemplo quién sería el tipo con ella; el que fumaba el cigarrillo; de camisa clara; quizá blanca, con líneas azules casi imperceptibles. Tenía un pie montado en el asiento y el torso doblado hacia ella como para hablarle de cerquita, susurrándole cosas; tal vez sí, tal vez no; pudiera ser que sólo estuviese mirándola, o perdido en un pensamiento que nada tuviese que ver con ella.

Apenas comenzaba la noche y ya sólo iba quedando en los alrededores los grupos de personas que forman tertulias en cada puesto de café, tequeños y empanadas; los taxistas y mototaxistas; algunos indigentes y transformistas; y los policías merodeando a pie, en motos o autos patrulla.

Pero del gentío del día, comprando en las tiendas, o a los bachaqueros; haciendo gestiones de cualquier índole, o simplemente buscando sitios donde comer, ya se notaba la merma, y era mucho menor el cotidiano aturdimiento de los colectores vociferando las particulares rutas de cada buseta: Intercomunal, alterna, Tronconal, Puente Real, el crucero…

Estaba ahí por cualquier otra razón; pero no dejó de observar que al fondo, por encima de las bien torneadas piernas de Yenisex, cruzando la calle, estaba como a menudo, el joven guitarrista que intenta con su modelo acústico ritmos electrónicos, al mismo tiempo que exhibe frente a sí, sobre una pequeña mesa, cuatro o cinco jabones de baño para la venta, y que luego, pasadas las ocho o nueve, toma la bicicleta recostada a la pared de la casa fuerte, y se va; al igual que lo hacen las chicas ofreciendo jalea de mango y mazamorra de maya; los vendedores de jojoto, golfeados y bombas rellenas; próximos al tiempo en que se van despejando las aceras; quedándose sin fruteros o papeloneros; sin bolsas de aliño o tamarindo; sin chupetas ni suspiros; sin raspaeros ni bandejas de buñuelos; sin harinita de maíz cariaco ni naiboa; nada más se mantiene lo que nutre los hábitos de los transeúntes nocturnos: el cigarrito, el café; los cuentos de mujeres que viven en mundos donde aquel que observa y analiza no buscó sumergirse.

Porque ignoraba aquel ojo vivo aún, pero bordeado de salpicaduras rojas en la blanca esclerótica, abrillantado por la fábula del creeping; el delirio nostálgico del zeppeling que activaba ahí, en no sé cuál región de sus sonoras evocaciones, las ganas de no parar de reír; de abrir las piernas y montarlas en el apoyabrazos, donde quiera que estuviese sentada con su atuendo enterizo de short y pecho descotado, y se fuesen acercando en el ritual acostumbrado, las y los compinches de cualquier cosa que rescate un beta para bajarse con el costo de la piquiña que siempre invitó urgida a tiempo y a destiempo.

“Hacía lo que fuese, tú sabes, para consentir mi atadura; mimarla como a lo que más quiero en este mundo: la madre que me parió; la pure; el amor de mi vida”.

Detallaba la vida sumergida en su piel; que no era flaca ni gorda; que no parecía llevar sangre debajo de la maciza epidermis, sino jugo de guayaba, espesito; que tenía el pelo y los ojos negros, brillantes, y en estos, cierta oblicuidad de india adolescente; sus telas eran candelosas y breves; con una sensualidad a lo marabino, a la que sólo le faltaba cantar el cocotero.

“Me muero por reunirme con mis panas; brindarles whisky, comida y miniteca; sin entrar en campo con nadie; los coñazos me los doy con Analis, cuando cripiamos; nos cagamos de la risa, nos batuqueamos contra el piso, y alguna sale con la boca rota. Yackson no; ese lo que no para es de hablar; ‘Epa, Yackson, ¿qué hay?’ ‘Que más, esperando a ver que chica me la va a dar; de la rumba pa’ gimnasio; lo demás bórralo; puro corte y vacile’”.

“Petare es mucha geografía, pero cuando un cuento se prende, se riega como pólvora, y la loca Lolyber me quería era rayar; por eso entré en campo con ella, pero como tenía la forma de echarle paja a mi vieja, tuvimos que pirar… Todo por el cripping, que te escoñeta el bolsillo y los principios; porque eso de tener voluntad para darte con tus panas hasta para el juego al revés no tiene precio… Antes de venirme le di un beso tierno a Melisa… me dijo que yo y que la estaba utilizando, pero esa jeva es burda de bien”.

¿Para qué sirve hoy la plaza? Se pregunta si la circunstancia te lleva por el carril escogido por ella para que tu estadía resulte una permanencia incierta, observando a una chica que se levanta del banco, toma el bolso de ropa que aguardaba a su lado, y opta por marcharse sin que él pudiera satisfacer la necesidad de saber “¿dónde carajo queda el terminal de pasajeros de esta mierda?”

¿Tiene sentido quedarse viéndola mientras se aleja, y detallar algún aspecto de aquella contextura, atendiendo en tus adentros al interés de hacer reflexiones críticas asociadas a cualquier rasgo de los hombros y las nalgas?

¿Tendrá alguna importancia que la espesura negra de la distancia la reduzca a nada en una esquina lejana y que aún vibre en su mente –la de aquel que observa y analiza-, el nombre que minutos atrás habían revelado sus pintarrajeados labios, “Yenisex”?

Lo que hará es irse. Recogerá las veladuras penumbrosas que describió el tiempo en esas escasas horas, y caminará de vuelta entre las sencillas casas que suelen escoltar sus andares cuando se hace incierto cada paso.

Cuando acude al punto más alto en el rumbo que acopia en él todo cansancio, toda pesadumbre o agobio. Se encierra a pensar un rato para saber que goza de compañía; y por último tiende su cuerpo sobre la plataforma esponjosa que administra su lapso de inconciencia; si saber en definitiva, más allá de lo evidente, si hay algún trasfondo en esto de ver pasar los días, uno tras otro, a la expectativa de sucesos inesperados; hitos que incentiven la noción de que comprimidos en las aceras, los pasos y las sombras, su distraído ser tiene el chance de comprender la risa que le toca, el definitivo día de la simpatía sin desniveles, esperando trazos de moderada euforia, en el blanco papel de un memorial postrero, pacífico y fresco; con olvidos y el imprescindible “bórralo” para un camino sin grietas.


 
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