No fue a eso a la plaza; caminar
hacia los bancos cercanos a Bolívar y recibir, apenas entrando, la sonrisa de
aquella bonita chica: Yenisex.
A preguntarse si sería prostituta
o alguna vendedora de café apartada unos instantes de su puesto, y que dejó a
otra persona encargada del negocio para el posible “brake”, el referido relax.
Algunas personas de las tantas
que transitan diariamente por el boulevard, recorren largos trechos y entonces
se sientan unos minutos para finalmente alcanzar la parada donde tomarán el
transporte que las lleve de vuelta a donde viven o a cualquier parte que
quieran ir.
No fue a darse cuenta de lo poco
común de aquel gesto dirigido a él, aun cuando estaba recién bañado y con ropa
limpia; y había recorrido fresco la distancia de unas quince cuadras desde el
lugar en el que decidió darle un paseo al aburrimiento.
Una inquieta brisa le había
acompañado, haciéndole sentir que el pelo se le movía con suavidad; ya no con
la aspereza de meses atrás, cuando no había tomado la decisión de cambiar de
ambiente; alguna propiedad del mar cercano, de la proximidad de horizontes
azules, surcados por pelícanos; con botes de pesca y oleajes recurrentes,
típicos del juego con resacas, arena y reflejos fugaces, bajo la acción de los
burbujeantes torbellinos que se extienden, se contorsionan y abalanzan como
objeto de las miradas circundantes, o en la propia soledad del hábitat que les
es propio, de sol a sol.
No fue a devolverle la sonrisa y
a seguir al banco de al lado para sentarse a verle el perfil, y hacerse
preguntas como por ejemplo quién sería el tipo con ella; el que fumaba el
cigarrillo; de camisa clara; quizá blanca, con líneas azules casi
imperceptibles. Tenía un pie montado en el asiento y el torso doblado hacia
ella como para hablarle de cerquita, susurrándole cosas; tal vez sí, tal vez no;
pudiera ser que sólo estuviese mirándola, o perdido en un pensamiento que nada
tuviese que ver con ella.
Apenas comenzaba la noche y ya sólo
iba quedando en los alrededores los grupos de personas que forman tertulias en
cada puesto de café, tequeños y empanadas; los taxistas y mototaxistas; algunos
indigentes y transformistas; y los policías merodeando a pie, en motos o autos patrulla.
Pero del gentío del día,
comprando en las tiendas, o a los bachaqueros;
haciendo gestiones de cualquier índole, o simplemente buscando sitios donde
comer, ya se notaba la merma, y era mucho menor el cotidiano aturdimiento de
los colectores vociferando las particulares rutas de cada buseta: Intercomunal, alterna, Tronconal, Puente
Real, el crucero…
Estaba ahí por cualquier otra
razón; pero no dejó de observar que al fondo, por encima de las bien torneadas
piernas de Yenisex, cruzando la calle, estaba como a menudo, el joven
guitarrista que intenta con su modelo acústico ritmos electrónicos, al mismo
tiempo que exhibe frente a sí, sobre una pequeña mesa, cuatro o cinco jabones de
baño para la venta, y que luego, pasadas las ocho o nueve, toma la bicicleta
recostada a la pared de la casa fuerte, y se va; al igual que lo hacen las
chicas ofreciendo jalea de mango y mazamorra de maya; los vendedores de jojoto, golfeados y bombas rellenas;
próximos al tiempo en que se van despejando las aceras; quedándose sin fruteros
o papeloneros; sin bolsas de aliño o
tamarindo; sin chupetas ni suspiros; sin raspaeros
ni bandejas de buñuelos; sin harinita de maíz cariaco ni naiboa; nada
más se mantiene lo que nutre los hábitos de los transeúntes nocturnos: el cigarrito,
el café; los cuentos de mujeres que viven en mundos donde aquel que observa y
analiza no buscó sumergirse.
Porque ignoraba aquel ojo vivo
aún, pero bordeado de salpicaduras rojas en la blanca esclerótica, abrillantado
por la fábula del creeping; el
delirio nostálgico del zeppeling que
activaba ahí, en no sé cuál región de sus sonoras evocaciones, las ganas de no
parar de reír; de abrir las piernas y montarlas en el apoyabrazos, donde quiera que estuviese sentada con su atuendo
enterizo de short y pecho descotado,
y se fuesen acercando en el ritual acostumbrado, las y los compinches de
cualquier cosa que rescate un beta para bajarse con el costo de la piquiña que siempre
invitó urgida a tiempo y a destiempo.
“Hacía lo que fuese, tú sabes,
para consentir mi atadura; mimarla como a lo que más quiero en este mundo: la
madre que me parió; la pure; el amor
de mi vida”.
Detallaba la vida sumergida en su
piel; que no era flaca ni gorda; que no parecía llevar sangre debajo de la
maciza epidermis, sino jugo de guayaba, espesito; que tenía el pelo y los ojos
negros, brillantes, y en estos, cierta oblicuidad de india adolescente; sus
telas eran candelosas y breves; con una sensualidad a lo marabino, a la que
sólo le faltaba cantar el cocotero.
“Me muero por reunirme con mis panas;
brindarles whisky, comida y miniteca; sin entrar en campo con nadie; los
coñazos me los doy con Analis, cuando cripiamos; nos cagamos de la risa, nos
batuqueamos contra el piso, y alguna sale con la boca rota. Yackson no; ese lo
que no para es de hablar; ‘Epa, Yackson, ¿qué hay?’ ‘Que más, esperando a ver
que chica me la va a dar; de la rumba pa’ gimnasio; lo demás bórralo; puro
corte y vacile’”.
“Petare es mucha geografía, pero
cuando un cuento se prende, se riega como pólvora, y la loca Lolyber me quería
era rayar; por eso entré en campo con ella, pero como tenía la forma de echarle
paja a mi vieja, tuvimos que pirar… Todo por el cripping, que te escoñeta el bolsillo y los principios; porque eso
de tener voluntad para darte con tus panas hasta para el juego al revés no
tiene precio… Antes de venirme le di un beso tierno a Melisa… me dijo que yo y
que la estaba utilizando, pero esa jeva es burda de bien”.
¿Para qué sirve hoy la plaza? Se
pregunta si la circunstancia te lleva por el carril escogido por ella para que
tu estadía resulte una permanencia incierta, observando a una chica que se
levanta del banco, toma el bolso de ropa que aguardaba a su lado, y opta por marcharse
sin que él pudiera satisfacer la necesidad de saber “¿dónde carajo queda el
terminal de pasajeros de esta mierda?”
¿Tiene sentido quedarse viéndola
mientras se aleja, y detallar algún aspecto de aquella contextura, atendiendo
en tus adentros al interés de hacer reflexiones críticas asociadas a cualquier
rasgo de los hombros y las nalgas?
¿Tendrá alguna importancia que la
espesura negra de la distancia la reduzca a nada en una esquina lejana y que
aún vibre en su mente –la de aquel que observa y analiza-, el nombre que
minutos atrás habían revelado sus pintarrajeados labios, “Yenisex”?
Lo que hará es irse. Recogerá las
veladuras penumbrosas que describió el tiempo en esas escasas horas, y caminará
de vuelta entre las sencillas casas que suelen escoltar sus andares cuando se
hace incierto cada paso.
Cuando acude al punto más alto en
el rumbo que acopia en él todo cansancio, toda pesadumbre o agobio. Se encierra
a pensar un rato para saber que goza de compañía; y por último tiende su cuerpo
sobre la plataforma esponjosa que administra su lapso de inconciencia; si saber
en definitiva, más allá de lo evidente, si hay algún trasfondo en esto de ver
pasar los días, uno tras otro, a la expectativa de sucesos inesperados; hitos
que incentiven la noción de que comprimidos en las aceras, los pasos y las
sombras, su distraído ser tiene el chance de comprender la risa que le toca, el
definitivo día de la simpatía sin desniveles, esperando trazos de moderada
euforia, en el blanco papel de un memorial postrero, pacífico y fresco; con
olvidos y el imprescindible “bórralo” para un camino sin grietas.