domingo, 27 de abril de 2014

VIVIR GRACIAS A DIOS
Pablo J. Fierro C.
“Yo pecador me confieso”
Oración católica.

Jesús de Nazaret entregó su vida por nosotros. Vino al mundo hecho hombre para que a través de su vida, pasión y muerte, viviéramos nosotros; ayer, hoy y siempre.

Sin el sacrificio que hizo, muriendo en la cruz en tiempos de Poncio Pilatos, gobernador de Roma, no habría esperanza alguna para quien vive en enfermedad, en desasosiego, en crisis, angustias, en profundas oscuridades. Dios es bueno; Dios cuida de sus hijos; Dios es amor; y por eso tenemos a Jesús, para que tengamos quien nos levante, y nos dé luz, a fin de ya bajo su Gracia, que significa aceptarlo a él, Cristo, como Señor y Salvador, entendamos que esa acción nuestra de refugiarnos en él definitivamente, nos guiará en algún momento, a una vida mejor, más agradable, y sobre todo nos salvará de la muerte, por medio de la resurrección, y nos mostrará su Gloria, luego de ella. De cuerpo corruptible, dicen las epístolas sagradas, pasaremos a tener cuerpo incorruptible.

Se precisa tener paciencia y humildad, entre muchas otras cosas; porque Dios –afirma el pastor evangélico Otoniel Font-, es un Dios de procesos; aunque creo, por mi  parte, que es también un Dios de “abrir y cerrar de ojos”, para hacer milagros; no sólo él –afirman sus enseñanzas-, nosotros también, por medio de nuestra fe; recordemos la tajante forma en que un apóstol, ya investido del Espíritu Santo, curó al instante a un paralítico que le había pedido dinero: “No tengo oro ni plata, pero lo que tengo te doy; levántate y anda”.
La Gracia de Dios se revela como un estado de poderosa unción, en el que entramos a morar bajo la cobertura de él, quien nos creó, y emprendemos un camino de perfeccionamiento, bajo sus alas, de acuerdo a una promesa alentadora: “Quien comenzó en ti la obra, la perfeccionará”. Es decir, desde ese preciso instante en que decimos a Dios que aceptamos el sacrificio de Jesús en la cruz, como evento en que se sella el acto de redención divina para la humanidad, nos entregamos, masa amorfa, a las manos del orfebre que hará de nosotros según la voluntad de él, lo que quiera hacer para cumplir, en uno, sus propósitos; morimos entonces a nosotros para darle a él –Jesús- vida en nosotros; él nos dice: Venid a mí todos los que estén cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar; acepten el yugo que les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde”. Nos pide también: “Bástate mi Gracia”; como para que no nos angustiemos o afanemos queriendo tener lo que nos pueda dar satisfacciones en este mundo, según lo que nosotros mismos consideramos; lo que nos conviene él lo sabe, y lo lógico es vivir para lo que nos conviene según los propósitos de Dios, y no lo que se adapta a nuestro propio parecer, si se aleja de aspectos relacionados con el Reino de Dios. Bastarle a uno la Gracia de Dios, conformarse con el hecho de que Dios murió por nosotros para que tengamos vida en abundancia, es advertir, que pudimos mantenernos bajo condenación por causa del pecado de Adán y que vivíamos en muerte eterna, y moriríamos irremisiblemente bajo las garras de aquel que “anda como león rugiente buscando a quien devorar”… quizás de nosotros mismos sin él, Dios.

Esa resignación que debería darnos alegría, y que impone incluso la vida en gozo, por ser salvos, es sin dudas para quienes creemos, justa y necesaria; porque sabemos que es mejor vivir que morir, o que medio morir, o medio vivir; y Jesús nos promete para algún momento en sus planes, darnos vida; y no poca, sino en abundancia.

“En el mundo tendréis aflicciones” –dice la Palabra de Dios, la Biblia-; y es algo que por más que seamos personas exitosas y tengamos cosas materiales que nos permiten confort, diversión, posibilidades de mil formas, podemos constatar frecuentemente en nuestras propias vidas. Suele haber situaciones que nos recuerdan lo plantados que estamos en el mundo, donde ya está –dijo Jesús- el Reino de Dios, pero “ustedes no lo han visto”. Conformarse con la Gracia de Dios es un aliciente de tipo bifrontal, como dice alguna canción de “Mecano”; porque significa que Dios nos pondrá en el lado de las ovejas, y no de las cabras, a la hora de separar su rebaño, y nos brindará sus poderosas bendiciones por habernos portado bien, “conforme al corazón de Dios”, como el joven David –luego rey de Israel-; pero también sabemos que no vinimos “a ser servidos, sino a servir”; que el camino para llegar a la vida no es ancho, sino estrecho; que nuestra Salvación “no es por obra, sino por fe”, por lo que esperar de inmediato retribución a lo que hagamos bien, es ir en contra de lo que Dios exige, si esa espera involucra el “gloriarse”.

Conformarse con la Gracia de Dios, es advertir que en medio de esa resignación, Dios nos brinda cuando lo decide él, bendiciones importantes, bonitas, agradables, y que nos da la fuerza prometida para resistir en la dura batalla por la felicidad que busca casi que genéticamente nuestro Ser, muchas veces infructuosamente; es decirnos, yo soy el odre y él es el orfebre; Dios me forma según su sabiduría y uno se deja moldear en silencio según nuestra categoría de barro sin opción.

Pero pudiera ser peor. Nuestras vidas en ocasiones, pudieran ir por despeñaderos incluso sin resignación, sin fe, sin esperanzas, y sin oportunidades de estar un rato en paz, por causa de no aceptar ese sacrificio de Redención; de nuestra tozudez para creer que somos dioses de nosotros mismos, y que podemos regir los sucesos de acuerdo a nuestros propios pareceres (como ciertamente pudiéramos estar acostumbrados a hacerlo; mas todo es parte de un sistema donde el cielo permite o evita actuaciones signadas por libre albedrío); en esos momentos está siempre alguien o algo recordándonos, por un lado que “el diablo está como león rugiente buscando a quien devorar”, y por otro –lo más importante-, “Cristo está a la puerta y llama”.

La emboscada del diablo es para tu perdición; Dios no quiere verte sufrir, sino darte con él, la Gloria. Ambos caminos pueden ser tortuosos, pero uno te sumerge en un abismo infernal; mientras el otro, donde sufres menos la andanza, te garantiza un Paraíso; ahí tu tristeza se convertirá en alegría, luego de luchar “el buen combate” que luchó San Pablo apóstol.




 
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