lunes, 27 de julio de 2015

Humildad

El enfrentamiento entre la necesidad de sobresalir por medio de lo que una persona determinada pueda exaltar acerca de sí misma, con el propósito de ser humilde, de acuerdo a lo que Cristo pide a sus discípulos: "Aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde", corrobora en muchos casos, otra máxima de relevancia en las enseñanzas del Mesías: "No se puede servir a dos señores".

Las tradiciones humanas, abonadas por un espíritu competitivo que generalmente encuentra campos de acción, en las interrelaciones infantiles, en las actividades propicias para exaltar los talentos, dones o virtudes con los que suele configurarnos la providencia, acostumbran inducirnos a confrontaciones, que en definitiva pueden sumergirnos en alguna condición de vanagloria o por el contrario, subestimación, si en el primer caso ostentamos ciertas cualidades aventajadas respecto a otros, o si, por causa de la propuesta segunda, vemos que llevamos en cierta área del espectro competitivo, las posibilidades de perder.

Este enfoque constituye sin dudas una parcela de observación vinculada a la labor redentora de Cristo, a la que éste observó con especial interés. No fue un objeto de mención trivial o casual, sino que se erigió como un centro de conflicto, una erupción de carácter expansivo, a la que era necesario atacar sin demasiadas sutilezas, aunque con la acostumbrada dosis de misericordia o compasión que revestía la personalidad de aquel ser sobrenatural.

Jesús, según sus propias palabras, no vino a curar "sanos", sino a los "enfermos" y la vanagloria, fue desde el principio de su misión, un aspecto de primordial atención, en relación a tal premisa: "Vengan a mí todos los que estén cansados de sus trabajos y cargas; acepten el yugo que les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde; así encontrarán descanso".

Esta frase nos habla de "aceptar un yugo", en un contexto donde a lo que se nos invita finalmente es a "encontrar descanso" a "nuestros trabajos y cargas"; es decir, al yugo que puede representar para cualquier persona, bajo ciertas circunstancias, los "trabajos y cargas", que las dificultades varias de la vida sin Cristo, pueden deparar, Jesús sobreimpone categóricamente otro yugo, que será, dada la promesa implícita en el referido aforismo, la vía por la que ha de sobrevenir para quienes acepten la sanidad que ofrece el carpintero de Nazaret, el anhelado descanso.

Al yugo que abate en la cotidianidad, por la necesidad de sobresalir, ganar, obtener rápidos beneficios, imponer nuestras ideas por encima de las de otros, implementar mecanismos propios para ser reconocidos y exaltados, Jesucristo nos propone un yugo al que también podemos ver como un contra yugo, que de acuerdo a su propósito, será lo que nos dará la victoria para sentirnos anclados en la seguridad "de haber hecho del Señor nuestro refugio" (según reza el Salmo 91); lo cual no es otra cosa que "ser pacientes, y de corazón humilde".

La paciencia y la humildad son en este mundo, el poderoso cortafuego, el fuerte amortiguador que ha de acompañarnos para sortear las mil y una ocasiones, en las que nuestro ego, se verá tentado a imponerse como imprescindible agente motorizador de una o muchas tareas dignas de halago propio, lo cual, a la luz de la verdad cristiana, adolece de todo sustento, si consideramos lo que afirma la sabiduría sagrada, reflejada en las páginas de la Biblia: "Dios es el autor y consumador de todas las cosas".

La humildad reconoce la grandeza y glorificación de Dios en toda buena obra, y se goza por éstas.

Es grato sabernos dignos de ser utilizados por el Padre, de acuerdo a la categoría que él quiera conferirnos, en función de lo sencillo u ostentoso; y sin dudas, hacernos dóciles a las manos del gran orfebre para ser moldeados según  sus requerimientos, significa un paso notable en el camino de nuestra salvación.

Es ésta una de las grandes obras que podemos hacer por fe para que la Gloria de Dios nos envuelva; no es una obra por la que debamos exaltarnos ni sentir que por ella en sí misma tenemos seguro el cielo; para algo así, como dice San Pablo, "debemos luchar el buen combate".

El buen combate de fortalecernos en la fe, que sí constituye un salvoconducto directo a nuestra Salvación; el buen combate de dejarnos guiar por el Espíritu Santo hacia el perfeccionamiento de nuestro ser, a fin de tener en este mundo la paz que da Jesús; el buen combate de escudriñar las escrituras; de perdonar; de amar... el buen combate de saber que Cristo no cambia nunca; que "es el mismo, ayer, hoy y mañana", y que por siempre estará entre nosotros "tocando la puerta y llamando", para que siendo niños, y no "sabios en nuestra propia opinión", acudamos a él, para liberarnos con su yugo de paciencia y humildad, de los pesados yugos de perdición que continuamente ofrece el mundo, por medio de las fauces del infierno; aquel del cual Jesucristo habló al decir: "Es mejor entrar sin un ojo al cielo, que con los dos ojos al infierno".

Amén.









 
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