Nunca habíamos
tratado en un escrito el asunto de los métodos actorales, hasta hoy que amanezco
pensando en Descartes; y quiero permitirme esta actitud diríamos “personalista”,
para honrar el espíritu dominante en mi espontáneo fluir vital a una hora en
que sólo el silencio absoluto, y el teclear que ejecuto intentando sigilo,
parecen estar despiertos a las tres y treinta y seis de la mañana, de acuerdo a
lo señalado por las breves letras blancas sobre una franja negra, hacia la
esquina inferior derecha de una computadora prestada, visto desde la subjetiva
plataforma en la que me sostengo, descalzo y sin camisa.
Dormí bien, pero
no muchas horas, y la nueva vigilia, me interrumpió la recomposición de unos
anteojos, o reloj oníricos, cuyos accesorios –tornillitos, acoples, y otros-,
eran demasiado abundantes para un solo aparataje según sea el sugerido; pero
asocié casi de inmediato, ya sentado al borde de la acolchada extensión donde
dormí, aquel acopio de piezas, desperdigadas a no mucha distancia de mí, en el
piso, con un libro que leí hace unos cuantos años, sin llegar a entender en un
contexto amplio, la exactitud de su propuesta; y es precisamente “El discurso
del método”, de René Descartes, célebre filósofo europeo, racionalista, del que
en Wikipedia, Rincón del vago, u otros, se puede conseguir mayor documentación.
Porque para el pertinaz
intelectual del “cogito ergo sum” o “pienso luego existo”, la necesidad de
encontrarle una forma seria, objetiva, funcional al problema filosófico, debía comenzar
por despojarse de prejuicios de cara a la complejidad observada, bajo la
convicción de que sólo así habría un soporte estable para acercarse o llegar
definitivamente a conclusiones respetables.
Pero el eslabón mental
mío, que recorrió tanto pasado para llegar al Siglo XVII, y encontrarme con
Cartesius, es un extracto puntilloso, certero, que me quedó de aquellos tiempos
en que comenzó a interesarme aquel sustantivo que definía desde determinadas
perspectivas la actividad de personas como Juan Nuño, Liscano, Sartre, u otros asiduos
columnistas, o reseñados en las páginas del Diario El Nacional, a las que me
acostumbré a revisar desde temprana edad (Filosofía), y que habla de los ejercicios
preliminares que de acuerdo a la metáfora cartesiana, deben emplearse como método
elemental a la hora de construir un edificio; con mayor relevancia, reunir los
materiales pertinentes.
La filosofía
suele mencionarse, conceptualizada, como “amor al conocimiento”; y lo racionalista
en Descartes, y creo que en cualquier persona, tiene una afinidad directa con
el hecho de vivir de certezas, para lo cual es necesario dudar de todo, hasta
que las premisas circundantes aporten el marco correspondiente, al
esclarecimiento que nos hallamos propuesto contemplar. Es una metodología
escéptica, emparentada también con aquella “mayéutica” de Platón, que supongo constituirá
al mismo tiempo cierto formulario de códigos imprescindibles en la actividad
periodística, y los entornos detectivescos, como los que abundan en la
televisión norteamericana, donde los jóvenes investigadores llegan a
conclusiones acerca de asuntos gravísimos, con la misma celeridad con la que
una imprenta estampa cinco mil veces un logotipo en un formato tamaño carta.
Hablamos de pasos
coherentes para pisar firme en cualquier empresa que nos propongamos, como en
el caso del actor responsable, quien requiere para obtener las metas de
ocasión, sistemizar todo cuanto esté relacionado con los personajes o proyectos
teatrales, cinematográficos, etcétera, frente a sí, de forma que alcance
niveles lo más lejos posible de la mediocridad.
Acaso
la semántica del comprimido “método”,
realizó el traslado correspondiente, de la madeja onírica, empatucada con
filosofía, espíritu confesional matutino, u otros, con el sonoro nombre del
ruso (Konstantín) Stanislavski, que aquí me tiene, intentando llevar el discurso por los
derroteros que me propuse al sentarme a escribir, y juntando sin premeditación,
el cargamento de ladrillos, cemento, vigas, y todo lo requerido, para lo que
creo es en definitiva el edificio crítico que quiero estructurar, en contra de cualquier
manual de actuación que se intente localizar en las adyacencias de lo que
considero, sin ser un exégeta profundo de aspectos actorales, lo único real,
como método, que pueda serle útil por ejemplo a Marisa Román, Tania Sarabia o Morgan Freeman,
al momento de adelantar la puesta en escena de cualquier caracterización
histriónica que tengan por delante: el método Stanislavski, y aquello
acartonado, lato, que se supone anterior y contra lo que la vanguardia
stalinslavskiana habría insurgido.
Se desgranan al menos once métodos de actuación como alternativas a los principales referidos por mí en el párrafo anterior (Grotowski, Artaud, Chekhov, Strasber, Meisner, Adler…), y a decir verdad, no los he estudiado con afán erudito; contrario a lo que sugiere la línea cartesiana, estoy levantando este edificio sobre un fundamento, que me temo pueda ser convertido en escombros hasta por un leve coletazo de huracán, no obstante, creo que no deja de ser válido dejarme llevar por esta especie de instinto analítico, del que me fío por haber visto a lo largo de mi vida no pocas películas, algunas obras de teatro y muchas series y documentales televisados, aparte de quizás diez o quince libros que abordan los desvelos de Chaplin, los hermanos Lumiere, y María Conchita Alonso, entre otr@s).
Si se me dice que la vanguardia, con Artaud, se interna en el mundo chamánico, mágico, ritualista, espiritualista, de las culturas nativas de Bali, por ejemplo, en Indonesia, para “imitar” de acuerdo a una metodología para dirigir actores, dicha cultura, aun en un plano trascendente de inspiración, hasta sagrada, no puedo dejar de pensar en un resultado que no vaya únicamente de la mano del hacer documentalista; en torno a los aportes de carácter psicológico, por ejemplo, de “hijos” de Stanislavski, desde el punto de vista profesional, a la manera de Chekhov, u otros, me inclino obligatoriamente hacia la idea de lo que alguien llamó en un contexto distinto “variaciones sobre el mismo tema”; es decir, la configuración metodológica de Konstantine, se opuso exitosamente y con una implementación práctica determinante, al stablishment arcaico de Charlton Heston, Kirk Douglas, o Burt Lancaster, en sus pininos estelares con puestas en escenas al estilo de “Los diez mandamientos”, para no irme más atrás, a épocas en escala de grises donde mi memoria debe hacer un esfuerzo mayor.
Stanislavski dota a las historias del fabuloso mundo de la narración visual imaginada, a la ficción de las tablas, del cine, o la TV, e incluso a la informalidad actoral de calle, de un soporte metodológico que sirve especialmente al espectador, para realmente recibir un discurso visual que pueda traducir como el producto de una formalidad coherente, lógica, y que se amolde sin espacio para desconciertos, a lo que la sensatez espera, según los linderos en los que lo racional, gusta engancharse; así es sobre todo desde aquí donde yo lo miro.
Todo, claro, me suena, reconozco, a mirada inquisitorial, a encajonamiento, atadura, pero afortunadamente no se trata sino de una observación particular, literaria, intangible, que aparta descarnadamente una serie de planteamientos y enfoques ideográficos referidos a algo, de otros que ofrecen a mi parecer una consistencia mayor.
La acción, y todo lo que le es propio, el entorno a cualquier nivel como piezas para el logro de realismo, de credibilidad, o no, sirviendo al ordenamiento de quien dirige, desvinculado de la dimensión documentalista, u otro, es Stanislavski; y está también su contraparte: el primer Superman, tan rígido como la tipografía que lo anuncia en el emblemático cartel.